martes, 30 de noviembre de 2010

El David



Llevaba un año viviendo en Florencia. El destino, el trabajo y los asuntos del corazón me habían trasladado a la capital de la Toscana. Digo el destino porque él me tenía preparada una vivencia digamos que extraña. El trabajo porque mi empresa (una revista de arte) me había enviado a cubrir durante un año las obras de restauración de una parte de la cúpula de la catedral, de Brunelleschi  Y los asuntos del corazón me habían llevado también a Florencia porque mi relación con Alberto hacía aguas y aprovechando la oportunidad que se me brindaba tomaba distancia y aireaba la relación.
 Yo no sé si  fue la primavera florentina que hacía que todos mis órganos funcionaran con celeridad o era el estado de emociones encontradas con en el que yo había amanecido, lo cierto es que ese día   entre Florencia y yo surgió algo muy especial.
 Como todos los jueves por la mañana tenía que acercarme a la redacción y reunirme con mi jefe. Pietro, fue uno de los primeros italianos con los que me relacioné nada más pisar Florencia, era mi jefe, era guapo, simpático, un italiano de libro, y no tenía más que la pretensión de divertirse. Cosa que acepté, porqué era justo lo que yo necesitaba
  Ese 19 de Marzo Florencia amaneció espléndida, no había nubes en el cielo  y mi mente poco a poco se puso en consonancia.
   Sin embargo en casa de mi vecina Marcela una tormenta amenazaba con grandes truenos y rayos estropear la esplendida mañana, y Paolo, su marido, que debería sentirse igual que  yo, aplacó la tormenta con frases epistolares que arrancaron unas estruendosas risas de Marcelo. Ordené mi apartamento, le eché de comer al gato, me vestí con un pantalón blanco, una blusa estampada de seda y unos zapatos de medio tacón, me pinté los ojos, insintí en la máscara de pestañas y pinte mis labios de rosa cogí la blazer azul marino y mi bolso, me eché una última ojeda y salí dando saltitos escaleras abajo. En el rellano  le eché el último vistazo y salí a la calle, caminé  unos quince minutos hasta cruzaar   el puente Vecchio, mis piernas se quedaron quietas y mis brazos se apoyaron para observar lo  azul del Arno.
  Al verme reflejada en el agua sentí una gran euforia, me encontraba atractiva y sobre todo muy segura de mí misma.
 Estaba llegando a la redacción cuando el politono del móvil  me avisó.
  Era Pietro, que me comunicaba que me tomara la mañana libre porque un asunto urgente lo tenía retenido todavía en Milán y no llegaría hasta por la tarde.
  Aprovecharé el día para hacer turismo, pensé, hay tantas cosas que todavía no conozco de Florencia.
   Los pasos me llevaron hasta la Galería de la Academia.
  Había estado varias veces intentando visitarla pero la aglomeración de turistas me lo impedía. Ese día por casualidad y cosa realmente extraña se encontraba escasa de turistas, casualidad que aproveché para sentarme y admirar el David.
  Yo, por mi profesión,  tenía multitud de revistas y libros sobre el Renacimiento, pero era bastante pobre en conocimientos reales de las obras ya que mi economía no me había permitido viajar apenas nada.
   Por eso cuando me encontré  frente a ese gigante de 4,10m de altura me sobrecogió la majestuosidad de la escultura.
 No hubo rasgo de su perfecto y armonioso cuerpo de mármol que no estudiara al detalle. Pasé alrededor de dos horas ensimismada en la escultura.
Una extraña sensación se fue apoderando de mí. Me levanté despacio y miré a mí alrededor por si algún vigilante del museo estaba por allí. Pero no descubrí rastro de persona alguna.
 Me acerqué y empecé a tocar la escultura lentamente. ¿Qué pretendía?  ¿Que extraño impulso me llevaba a acariciar ese trozo de mármol frío y antiguo?, Pero por más que quería no podía apartar mis manos de la escultura.
  Como una posesa me subí al pedestal, quería estar cerca, mirarlo de frente, sentir por un momento que aquella escultura podía cobrar un atisbo de vida. Y entre ella y yo crear una comunicación que me llevara a entrar en un gremio por el que siempre me había sentido atraída  “Los escultores del Renacimiento”.
  Por más que con el tiempo intenté poner nombre a lo que seguidamente me ocurrió, no pude.
 Juro que no estaba bajo los efectos de ninguna droga, ni estaba dormida. Pero lo que si puedo jurar que en ese mismo momento viajé al pasado. .
  Viajé desde el deseo que yo tenía de conocer y desde la atmósfera que se había creado en el Museo entre la escultura del David y yo.
 Yo era una de esas esculturas y sentía  como el maestro con su extrema crueldad al golpear el mármol podía sacar algo tan bello y perfecto. Y como si del mismo Dios se tratara dotara de alma y de sentimientos a las piedras.
  Como en la vida real, el mundo  de la escultura era igual que el de los hombres. Había esculturas que trasmitían emociones y otras que carecían de magia. Pero en mi efímero recorrido por el renacimiento florentino pude apreciar que hasta el más modesto de los escultores sacaba de sus manos una pequeña obra de arte.
   Y si algo merece la pena ser contado,  fue lo más fascinante que me ocurrió en mi viaje.
   Me encontraba en uno de esos fascinantes talleres, donde los escultores tenían montados gigantescos andamiajes. En ese momento una docena de hombres introducía en el taller un impresionante trozo de mármol. Me llamo la atención el deterioro de algunas partes del mármol pero así todo fue introducido en el taller.
  Cuando ya habían acabado la odisea de entregar el mármol al escultor, uno de los alumnos avisó al maestro que la pieza ya estaba en el taller.
  En ese momento lo entendí. El escultor era Miguel Angel.
  Y el trozo de mármol deteriorado iba a ser el David.
    En ese momento como si de un salto en el tiempo se tratara volví a encontrarme delante de la escultura, aturdida y emocionada.
  Con la experiencia que había vivido podía hacer dos cosas. Con mis conocimientos de dibujo podía hacer unos bocetos sobre los talleres de escultura en el Renacimiento y así ilustrar las páginas dedicadas a los escultores. Pero sabía que eso llevaría a tener que detallar de donde había sacado la información de ciertos utensilios,  aunque casi todos estaban en los libros había una serie de pequeños cinceles que había usado Miguel Angel  para esculpir los ojos y las manos del David, que no podía ni  revelar de donde había sacado la información, sin que me tacharan de loca.
 Y eso me llevó a pensar primero y luego a decidir, que hay cosas que pasan, que por más que uno quiera entender no puede.
 Que no todo tiene porque que tener una  explicación lógica.
   Y por otro lado no todo lo vivido que nos parezca fuera de lo normal, si tenemos capacidad para soportarlo, hay que compartirlo. Con esa resolución acabó mi visita al David. 
   La llamada de Pietro hizo que dejara para otro momento la magia de lo acontecido,  y regresara de inmediato a la redacción. La realidad tangible se imponía…. . Pero aquel 19 de Marzo quedó en mí, la misma sensación que queda cuando una historia de amor intensa y apasionante se cruza en tu vida, lo único es que mi historia intensa y apasionante había sido con un trozo de mármol esculpida por un gran genio del Renacimiento italiano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario